Así es, la conocí cuando yo estaba saliendo de una etapa muy oscura. Había tocado fondo, metido en una rutina vacía, sin rumbo, y fue en un curso de bienestar emocional donde la vi por primera vez. No me volví loco, pero me dio paz. Era –es– hermosa, sí, pero de una manera tranquila, como si te abrigara con solo mirarte. Nada que ver con las personas con las que solía involucrarme: ella era todo lo contrario, ajena a los excesos, muy consciente de sí misma.
Ella no se enamoró de mí de inmediato. Le costó creer que ya no era el mismo tipo impulsivo de antes, pero con el tiempo lo hicimos posible. Nunca me rechazó por prejuicios; simplemente me puso límites sanos. Cuando finalmente comenzamos a salir, me di cuenta de que ella no escondía nada. Era transparente. Había pasado por lo suyo también, pero estaba limpia desde hace años, y se mantenía firme en su sobriedad.
Gracias a ella dejé los medicamentos, el copete, incluso la marihuana. Al principio fue difícil, claro. Me acompañó a cada cita con la psicóloga, me motivó a volver a hacer deporte, a retomar el gusto por la comida, por las mañanas limpias. Me enseñó que el placer más intenso es estar presente, sin anestesiar la vida. Yo, que antes vivía dopado, ahora disfruto una caminata o una conversación sin sentir que necesito algo más.
Sí, ella me transformó. Nunca me exigió cambiar; solo me mostró que era posible. Dejé de juntarme con gente que solo buscaba el próximo carrete raro o la próxima dosis. Me alejé de todo eso. Ahora tengo energía, memoria, motivación. Mi empresa va bien otra vez. Me reencanté con mi trabajo y estoy pensando en estudiar algo nuevo.
Y sí, seguimos juntos. A veces tengo recaídas emocionales, no de consumo, pero ella sabe contener sin cargar. No soy perfecto, pero ya no soy una sombra de mí mismo. Quiero vivir, no escapar. No necesito pastillas, solo seguir construyendo esta nueva versión de mí.
Me salvó la vida. Y lo mejor es que no lo hizo por mí: me enseñó a salvarme solo.