Hola Sasuke, justo había escrito esto hace unos minutos:
Ningún hombre nació para ser querido; a lo sumo, nació para ser necesitado por su madre durante un breve tramo de su vida. Esa primera relación —donde el amor se entrega sin condiciones ni cálculo— se convierte en el molde con el que medimos, de manera inconsciente, todas nuestras futuras relaciones. Intentamos recuperar esa totalidad afectiva en la pareja, buscando en otro adulto la misma promesa de cobijo y aceptación absoluta. Sin embargo, esa búsqueda está destinada a la frustración: lo que encontramos es apenas una sombra tenue de aquel vínculo primordial, un eco que nunca alcanza a igualar el original.
En realidad, nadie puede querer completamente a un hombre porque todos vivimos atrapados en la órbita de nuestro propio interés. Como sugiere Maquiavelo en *El príncipe*, incluso los actos que revestimos de altruismo terminan orbitando nuestro beneficio: buscamos estabilidad, compañía, validación, seguridad. El amor que damos está condicionado por lo que ese dar produce en nosotros, y el amor que recibimos suele estar mediado por necesidades, miedos y proyecciones. Así, la pareja —lejos de ser un refugio total— se vuelve un contrato tácito de conveniencias emocionales.
Pretender que alguien nos ame con la misma raíz profunda con que lo hace una madre no solo es ingenuo: es ignorar la naturaleza humana. Todos estamos, en última instancia, dedicados a preservar nuestro propio equilibrio, nuestro propio bienestar y nuestra propia supervivencia psicológica. El amor adulto no es un abandono total de uno mismo hacia el otro, sino un delicado intercambio donde ambas partes buscan sentirse menos solas ante el mundo. Por ello, lo más que podemos esperar es un afecto parcial, intermitente, imperfecto: un pacto entre dos seres que, aun deseando ser amados, solo pueden amar dentro de los límites de sí mismos.
A esto se suma que ningún hombre nace verdaderamente apto para ser querido por otro, porque todo vínculo humano está tejido por la percepción que el otro tiene de nosotros. Amamos más la imagen que construimos del otro que al otro mismo, y esa imagen es siempre frágil, voluble, inexacta. No se ama a la persona, sino a la fantasía que nos hace sentir seguros, acompañados o relevantes. De este modo, ningún hombre es amado por lo que es, sino por el papel que desempeña en la narrativa íntima de quien lo mira. Cuando ese papel deja de servir, el supuesto amor se desvanece sin dejar rastro.
Comprender esta verdad no significa renunciar al amor, sino mirarlo sin ilusiones. Aceptar que nadie nació para ser querido plenamente, que nadie puede ocupar el lugar originario de la madre, libera de una exigencia imposible. Pero la lucidez tiene un precio aún más amargo: revela que el amor adulto no es refugio, sino un descanso momentáneo entre dos soledades que nunca se tocan del todo. Al final, cada vínculo se reduce a una coincidencia pasajera entre intereses que tarde o temprano divergen, y aquello que llamamos “amor” se disipa como un espejismo. Lo más honesto es admitir que nacemos solos, somos incomprendidos incluso en compañía, y terminamos retornando al mismo silencio interior del que nunca logramos escapar.