Pero el problema es anterior al neoliberalismo y más hondo que la mala praxis del
tecnócrata. En la raíz anida la condición ambivalente del ser humano, descrita por el
mito del pecado original y corroborada —aunque sin metáfora— por el psicoanálisis:
la libertad nace junto al deseo de ser como dioses, la culpa se transmite como
herencia filogenética y la violencia germina en el fondo de toda comunidad. La
modernidad, sin embargo, añadió un giro trágico: transformó la vieja tentación de
omnipotencia en programa técnico. Allí donde el mito advertía sobre los límites, la
ciencia aplicada ofrece superarlos; allí donde el rito exorcizaba la culpa, la
contabilidad de riesgos normaliza la catástrofe. En esta coyuntura, la perversidad no
se reconoce ya en el grito sanguinario de los tiranos decimonónicos, sino en la
asepsia bursátil con que se decide la hambruna de un país o la obsolescencia
planificada de especies enteras. Que una colisión subatómica pueda, según el
cosmólogo Sir Martin Rees, engendrar el agujero negro que devore la Tierra apenas
inquieta a los ingenieros del acelerador, convencidos de que el porcentaje de riesgo
es “tolerable”. El rasgo más siniestro de nuestra era no es, pues, el salvajismo
visceral, sino su sublimación en estadística.
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