/ci/ - Ciencia

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Cientifico 05/14/2025 (Wed) 13:15:18 f8fe32 No. 1444
>>1446 >>1494
https://www.youtube.com/watch?v=I5W2cA-KmqY&ab_channel=ElfuegodePrometeo
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La pelea que dio origen a la AUTOPOIESIS: VARELA y MATURANA contra la ciencia clásica
El fuego de Prometeo
Views: 32,459 - 08/05/2025
36:05
DESE UN MOMENTO PARA ESCUCHAR A ESTOS CHILENOS BASADOS
Gracias por su atención
>>1444 https://www.youtube.com/watch?v=19uV8wKpkZw&ab_channel=Canal13C
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La entrevista al académico Humberto Maturana que inspiró a Mon Laferte | La Belleza de Pensar
Canal13C
Views: 59,314 - 09/01/2025
54:11
Excelente simio. Me agrada que pueda postear esto y eleve el nivel de reflexión. Tuve un profesor en la UdeC que siempre hablo en contra de Maturana , cuando siempre fue un mecanicista obtuso, simplista y falto de mayor reflexión
>>1446 >Ese título de mierda
>>1446 Ese narcisista culiao de Warnken se debería haber dedicaod a esto en vez de andar dando cringe en la política.
El 6 de agosto de 1945, la humanidad experimentó un viraje más profundo que cualquier cambio de dinastías, fronteras o regímenes: por primera vez un artefacto inventado por el hombre vaporizó una ciudad entera y dejó en suspenso la continuidad misma de la especie. La detonación sobre Hiroshima —más que la rúbrica sangrienta de la Segunda Guerra Mundial— selló la defunción de la civilización cuya genealogía retrocedía, con altibajos, hasta la fusión medieval entre cristianismo, racionalidad helénica y tradición jurídica romana. Desde aquel destello radioactivo vivimos en un tiempo post occidental: no porque Europa haya desaparecido del mapa, sino porque el marco simbólico que la sostenía —la idea de que el hombre es criatura de Dios, custodia de la naturaleza y sujeto de dignidad irreductible— se pulverizó junto con las ruinas niponas. En su lugar se alzó un orden que cabría llamar barbarie tecnocrática. No es la barbarie de los pueblos que según Roma “balbuceaban” lenguas extrañas, sino la de laboratorios donde se recrean fenómenos que jamás acontecieron en la naturaleza: colisiones de partículas al borde de la velocidad de la luz, manipulación de genomas, patógenos de laboratorio, algoritmos que modelan y especulan con futuros enteros. El tecnócrata —ingeniero, trader, estratega— ha heredado la investidura sacerdotal de un mundo secularizado: no interpreta la voluntad de los dioses, sino las ecuaciones y los flujos de capital; no promete salvación, sino eficiencia. Su competencia es incuestionable porque se ampara en el fetiche de la objetividad y el aura de la especialización. Sin embargo, esa misma objetividad prescinde de la pregunta ética que daba sentido a la ciencia clásica: ¿para qué?; y la especialización fragmenta la responsabilidad hasta el punto de que nadie —ni el científico aislado en su subcampo ni el gestor de fondos encerrado en su modelo— se siente autor del desastre potencial que administra. El combustible ideológico de esa órbita es el neoliberalismo, entendido no sólo como conjunto de políticas económicas, sino como teología implícita cuyo dogma rector declara que cualquier esfera de la vida puede traducirse a precios, métricas de desempeño y competencias simuladas. Bajo esta fe de mercado, la solidaridad se degrada a externalidad, la educación a inversión rentable y la democracia a feria quinquenal de sondeos. Nada de ello requiere dictaduras clásicas: basta con una ciudadanía fatigada, entretenida y endeudada, persuadida de que no existe alternativa porque “la economía” —esa entelequia autónoma— exige obediencia constante.
Pero el problema es anterior al neoliberalismo y más hondo que la mala praxis del tecnócrata. En la raíz anida la condición ambivalente del ser humano, descrita por el mito del pecado original y corroborada —aunque sin metáfora— por el psicoanálisis: la libertad nace junto al deseo de ser como dioses, la culpa se transmite como herencia filogenética y la violencia germina en el fondo de toda comunidad. La modernidad, sin embargo, añadió un giro trágico: transformó la vieja tentación de omnipotencia en programa técnico. Allí donde el mito advertía sobre los límites, la ciencia aplicada ofrece superarlos; allí donde el rito exorcizaba la culpa, la contabilidad de riesgos normaliza la catástrofe. En esta coyuntura, la perversidad no se reconoce ya en el grito sanguinario de los tiranos decimonónicos, sino en la asepsia bursátil con que se decide la hambruna de un país o la obsolescencia planificada de especies enteras. Que una colisión subatómica pueda, según el cosmólogo Sir Martin Rees, engendrar el agujero negro que devore la Tierra apenas inquieta a los ingenieros del acelerador, convencidos de que el porcentaje de riesgo es “tolerable”. El rasgo más siniestro de nuestra era no es, pues, el salvajismo visceral, sino su sublimación en estadística. Ante este panorama cabría abrazar el nihilismo o rescatar la intuición olvidada de que la criatura humana es finita y, justo por eso, valiosa. La tradición cristiana —y con ella otras sabidurías religiosas— sostiene que la historia no concluye en la destrucción sino en la resurrección; no en la anulación de la carne sino en su transfiguración. Más allá del asentimiento explícito a la fe, la lógica que subyace a esa promesa resulta antropológicamente fecunda: sólo quien acepta su propia limitación puede graduar el poder que ejerce; sólo quien se sabe contingente puede evitar la hybris de confundir conocimiento con soberanía absoluta. Esa pedagogía del límite reintroduce el concepto de “bien morir”, no como escapatoria individualista sino como brújula vital. Bien muere —dice la teología— quien ha vivido de modo justo; y justo es aquel que, a falta de fórmulas grandiosas, procura cada día actuar conforme a la verdad que reconoce y al cuidado del otro que se le confía. Tal justicia no exige títulos trascendentales; puede practicarse en la intimidad de un aula, de un consultorio, de un tenderete callejero. Los sistemas concentran el poder, pero la experiencia elemental de la justicia reside en la conciencia que decide, a cada gesto, no mentir, no traicionar, no explotar. Paradójicamente, cuanto más se densifica la sombra global —el riesgo nuclear, la biotecnología desbocada, la mercantilización de la política—, más signos emergen de una conciencia planetaria que se resiste a esa deriva. Las marchas contra la invasión de Irak constituyeron la primera protesta mundial previa a una guerra; no la detuvieron, es cierto, pero rompieron la unanimidad propagandística y demostraron que la “opinión pública” ya no es un rebaño dócil. Si la tecnocracia global recuerda a un Leviatán sin rostro, la multitud diseminada de ciudadanos dignos funciona como la levadura que, en silencio, fermenta la masa. Queda la página más íntima: el amor que persiste después de la muerte y se vuelve reencuentro anticipado con aquel a quien se ha perdido. El luto —vestir de negro, velar la memoria, leer viejos cuadernos— es a la vez protesta contra el tiempo y prueba de que el vínculo sobrevive. Ningún algoritmo puede contabilizar esa fidelidad; ningún mercado, tasar la alegría de reconocer en la sonrisa de una foto la promesa de la resurrección. Quizá ahí se juegue la última palabra sobre nuestro destino: en la obstinación de amar más allá de la carne corruptible, en la voluntad de justicia que se sostiene aun cuando el cumplimiento parezca imposible, en la intuición de que todo poder que no se sirve del otro sino que lo sirve es, al cabo, impotente ante la fuerza humilde de la conciencia.
>>1492 Paradójicamente, cuanto más se densifica la sombra global —el riesgo nuclear, la biotecnología desbocada, la mercantilización de la política—, más signos emergen de una conciencia planetaria que se resiste a esa deriva. Las marchas contra la invasión de Irak constituyeron la primera protesta mundial previa a una guerra; no la detuvieron, es cierto, pero rompieron la unanimidad propagandística y demostraron que la “opinión pública” ya no es un rebaño dócil. Si la tecnocracia global recuerda a un Leviatán sin rostro, la multitud diseminada de ciudadanos dignos funciona como la levadura que, en silencio, fermenta la masa. Queda la página más íntima: el amor que persiste después de la muerte y se vuelve reencuentro anticipado con aquel a quien se ha perdido. El luto —vestir de negro, velar la memoria, leer viejos cuadernos— es a la vez protesta contra el tiempo y prueba de que el vínculo sobrevive. Ningún algoritmo puede contabilizar esa fidelidad; ningún mercado, tasar la alegría de reconocer en la sonrisa de una foto la promesa de la resurrección. Quizá ahí se juegue la última palabra sobre nuestro destino: en la obstinación de amar más allá de la carne corruptible, en la voluntad de justicia que se sostiene aun cuando el cumplimiento parezca imposible, en la intuición de que todo poder que no se sirve del otro sino que lo sirve es, al cabo, impotente ante la fuerza humilde de la conciencia. Se dirá que estas convicciones son anacrónicas frente a la inercia titánica de los sistemas. Pero cabría responder que toda civilización —también la pos-occidental— se sostiene al final en las decisiones microscópicas que millones de personas toman cada día: mentir o decir la verdad, humillar o respetar, ceder al miedo o alimentar la esperanza. El fracaso radical no sería la extinción biológica, sino la renuncia a esa libertad minúscula, pero irrebajable, de hacer el bien cuando hacerlo es todavía posible. La era que se inauguró con Hiroshima quizá culmine con la implosión final de la razón instrumental o con la conversión paulatina de la técnica en aliada de la vida. El desenlace permanece abierto. La única certeza es que la historia ya no posee coartadas: sabemos de qué es capaz nuestra inteligencia y conocemos el abismo que aguarda si la separamos de la sabiduría moral. En esa encrucijada, sostener el límite, reivindicar la justicia cotidiana y cultivar el amor más allá del cálculo no son gestos románticos, sino estrategias de supervivencia espiritual. Ante la barbarie tecnocrática, la nostalgia de lo sagrado no implica fuga del mundo: nombra la tarea de hacerlo habitable, incluso cuando los pronósticos digan lo contrario.
>>1444 Yo tengo puros prejuicios sobre Maturana porque he leído poco y nada. Sé que son una especie de puesta al día de esas ideas en su tiempo tipo John Conway de "el juego de la vida" o bien de la teoría de sistemas a lo Niklas Luhmann metida en filosofía. En entrevistas veo una especie de catolicismo tibio promoviendo el diálogo universal al ver la bondad absoluta en todos los seres vivos. ¿Debo leerlo por los pocos chilenos mencionados como hitos de la filosofía en los últimos tiempos? Por ejemplo, me lo topé citado por Sloterdijk por ahí en alguna lectura, me parece que en el Esferas I. Ahora no tengo mucho tiempo y si supiera más ciencias leería a Torretti, si hablamos de chilenos que valgan la pena en su lectura. Al que escribió el libro de Heidegger y el nazismo por cuyas ideas sensacionalistas este tipo se hizo famoso, tampoco lo leeré. Carlos Pérez Soto funciona cuando uno es mechón, luego de lo cual sus yayitas se vuelven ostensibles.

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