Pero el problema es anterior al neoliberalismo y más hondo que la mala praxis del
tecnócrata. En la raíz anida la condición ambivalente del ser humano, descrita por el
mito del pecado original y corroborada —aunque sin metáfora— por el psicoanálisis:
la libertad nace junto al deseo de ser como dioses, la culpa se transmite como
herencia filogenética y la violencia germina en el fondo de toda comunidad. La
modernidad, sin embargo, añadió un giro trágico: transformó la vieja tentación de
omnipotencia en programa técnico. Allí donde el mito advertía sobre los límites, la
ciencia aplicada ofrece superarlos; allí donde el rito exorcizaba la culpa, la
contabilidad de riesgos normaliza la catástrofe. En esta coyuntura, la perversidad no
se reconoce ya en el grito sanguinario de los tiranos decimonónicos, sino en la
asepsia bursátil con que se decide la hambruna de un país o la obsolescencia
planificada de especies enteras. Que una colisión subatómica pueda, según el
cosmólogo Sir Martin Rees, engendrar el agujero negro que devore la Tierra apenas
inquieta a los ingenieros del acelerador, convencidos de que el porcentaje de riesgo
es “tolerable”. El rasgo más siniestro de nuestra era no es, pues, el salvajismo
visceral, sino su sublimación en estadística.
Ante este panorama cabría abrazar el nihilismo o rescatar la intuición olvidada de
que la criatura humana es finita y, justo por eso, valiosa. La tradición cristiana —y
con ella otras sabidurías religiosas— sostiene que la historia no concluye en la
destrucción sino en la resurrección; no en la anulación de la carne sino en su
transfiguración. Más allá del asentimiento explícito a la fe, la lógica que subyace a
esa promesa resulta antropológicamente fecunda: sólo quien acepta su propia
limitación puede graduar el poder que ejerce; sólo quien se sabe contingente puede
evitar la hybris de confundir conocimiento con soberanía absoluta.
Esa pedagogía del límite reintroduce el concepto de “bien morir”, no como
escapatoria individualista sino como brújula vital. Bien muere —dice la teología—
quien ha vivido de modo justo; y justo es aquel que, a falta de fórmulas grandiosas,
procura cada día actuar conforme a la verdad que reconoce y al cuidado del otro que
se le confía. Tal justicia no exige títulos trascendentales; puede practicarse en la
intimidad de un aula, de un consultorio, de un tenderete callejero. Los sistemas
concentran el poder, pero la experiencia elemental de la justicia reside en la
conciencia que decide, a cada gesto, no mentir, no traicionar, no explotar.
Paradójicamente, cuanto más se densifica la sombra global —el riesgo nuclear, la
biotecnología desbocada, la mercantilización de la política—, más signos emergen de
una conciencia planetaria que se resiste a esa deriva. Las marchas contra la invasión
de Irak constituyeron la primera protesta mundial previa a una guerra; no la
detuvieron, es cierto, pero rompieron la unanimidad propagandística y demostraron
que la “opinión pública” ya no es un rebaño dócil. Si la tecnocracia global recuerda a
un Leviatán sin rostro, la multitud diseminada de ciudadanos dignos funciona como
la levadura que, en silencio, fermenta la masa.
Queda la página más íntima: el amor que persiste después de la muerte y se vuelve
reencuentro anticipado con aquel a quien se ha perdido. El luto —vestir de negro,
velar la memoria, leer viejos cuadernos— es a la vez protesta contra el tiempo y
prueba de que el vínculo sobrevive. Ningún algoritmo puede contabilizar esa
fidelidad; ningún mercado, tasar la alegría de reconocer en la sonrisa de una foto la
promesa de la resurrección. Quizá ahí se juegue la última palabra sobre nuestro
destino: en la obstinación de amar más allá de la carne corruptible, en la voluntad de
justicia que se sostiene aun cuando el cumplimiento parezca imposible, en la
intuición de que todo poder que no se sirve del otro sino que lo sirve es, al cabo,
impotente ante la fuerza humilde de la conciencia.